Silvia.
Te ha llamado por tu nombre.
Te golpea, te secuestra, te ata… y pronuncia tu nombre. Sobre el suelo de hormigón, tras las ventanas tapiadas, frente a los botes de conserva de las estanterías, con el pelo raído, su boca desdentada, la lengua infectada… ha dicho Silvia.
-Te conozco ¿verdad?-Le preguntó al hombre, que parecía más calmado, que continuaba de pie, seguía dando pasos cortos en círculo, pero más relajado, o quizás resignado.
-¿No lo recuerdas? Fuiste la única que no se rió de mí cuando me empujaron al suelo y me dañé las manos.
Lo contemplabas desde la distancia y tu mente infantil no alcanzaba a comprender la dimensión de lo ocurrido, pero sí viste la sonrisa previa a los gritos de horror y aquella fue la mueca que te persiguió durante tantas noches de pesadilla, en las que tus padres acudían al rescate y mirabas la luz recién encendida y la veías, tras la puerta del armario allí estaba, bajo tu cama, esperándote tras la persiana, entre tu pelo, en los libros de texto también la veías.
Por primera vez Silvia se levantó de la silla, y a pesar de que todavía notaba las piernas entumecidas, consiguió caminar hacia Pier.
-¿Tú eres…?-Comenzó a decir.
-La sangre que brotó de mis manos dibujó palabras que supe leer claramente. ¿Lo entiendes? Y tú las viste conmigo.
-Yo tan sólo te miré a ti, pero hace tantos años de eso…
-¡No! ¡Tú viste lo que yo!
-Ni tan siquiera recuerdo que sangraras.
Pier se acercó a ella y levantó una mano para acariciarle la mejilla, tan dulce que incluso a la chica le gustó.
-Me estás mintiendo, Silvia. No fue la única vez que pasó, ¿verdad? Hubo otra y no te quieres acordar.
-Estás totalmente loco.
-¿Loco? ¿Quieres verlo tu misma? Abre la puerta y echa un vistazo al exterior.
El hombre se apartó de su camino y le señaló con una mano la puerta de salida. Silvia, sin pensar en las consecuencias, salió corriendo lo que sus piernas le dejaban hacia la meta. Agarró el pomo con las dos manos, lo giró, y abrió.
Su corazón también quedó impresionado ante lo visto y se detuvo por unas décimas. Los pulmones no quisieron recibir más aire por unos instantes, enloquecidos ante el dislate y Silvia no pudo ver más, dándose la vuelta, corriendo tras su cordura.
-¿Pero qué…?
La sorpresa sustituyó al dolor y bajó la mirada para cerciorarse del final. La hoja de acero se escondía en su estómago y las manos que guardaban el mango de madera ya se teñían de rojo, quiso pedir clemencia, pero la sangre que llenó su boca se lo impidió.
…continuará…