11 mayo 2011

Antologia Z de Somos Leyenda y AI.


Los amigos del foro Somos Leyenda y Athnecdotario Incoherente nos presenta Antología Z, organizada e ideada por Athman.
Antología en la cual participo con un relato: "La noche a través de una luz muerta"
Totalmente gratuita se puede descargar desde aquí

Espero que os guste.

07 enero 2011

Los fantasmas que hay en ti.

Definitivamente, este ha sido un mal día para perder la virginidad. Eso fue lo primero que pensó Darío una vez la lujuria se vio completamente destruida por lo que pudiese estar ocurriendo en las calles de la ciudad. El desenfreno de sus embestidas y el dinero pagado nada pudieron hacer en contra de la creciente multitud que se congregaba en las calles haciendo no se qué.
—Gritando, joder, están gritando. —Es lo que le dice ella mientras se viste echando miradas furtivas hacia la ventana.
Él, pobre diablo, se quedó perplejo de pie, desnudo y con una parte de su anatomía mirando al techo. No podía parecer más ridículo, ya que en sí lo era por naturaleza..
—¡Pero te he pagado! —Alcanzó a decir.
—¡Pues te lo quedas!—Le gritó lanzándole los billetes a la cara. Sólo hacía quince minutos que ella se había reído cuando le propuso ponerse a veinte uñas. Las ocurrencias de su mente libidinosa no tenían fin, después de tanto tiempo esperando aquel momento.
Para que encima no concluyera en nada.
Porque de verdad estaban gritando todos en la calle, y a veinte pisos de altura como se encontraban era del todo perceptible.
—Quizás no sea buena idea que te marches. —Dijo Darío.
Pero no comprendía nada. Una mirada de reproche de la anterior alegre muchacha, con dinero de por medio, fue suficiente. Posiblemente tuviese hijos, o novio, o marido, o las tres cosas con toda seguridad, pero seamos sinceros, la perspectiva de quedarse encerrada con un hombre que no había perdido la virginidad hasta los treinta años no era muy halagüeña.
Y estaba aquello.

Los bramidos.

Cada vez sonaban más agonizantes. El hombre se acercó hasta la ventana apoyando las manos contra el cristal. Desde tan alto no podía ver nada, pero juraría que la gente estaba muriendo en las calles. La piel del cuerpo se le erizó. Se sintió ridículo porque en un primer momento creyó que se trataba de algún tipo de festejo. Ahora estaba aterrorizado. Si aquella chica salía de su casa jamás llegaría a su destino. Dio la vuelta sobre si mismo para advertirla pero ya no estaba allí. No había escuchado la puerta de salida y ni tan siquiera se había despedido, pero esto último ya se lo esperaba. Recorrió la casa, por si en un ataque de pánico se había escondido en cualquier otra habitación, pero estaba tan sólo como en los últimos treinta años de su vida.

Aquello no podía acabar de otra manera. Su patética vida gris coronada por un momento de placer interrumpido gracias a una masacre en las calles. Fabuloso. Darío lo asumió como había aprendido a aceptarlo todo y mientras se vestía encendió el televisor para saber que demonios estaba ocurriendo y si de verdad debía temer por su vida, a tenor del escándalo creciente del exterior.
Sonrisas y lágrimas era la película que estaban emitiendo. En todos los canales. Demonios, de verdad que el mundo se estaba acabando.
No acabó de apagar el aparato cuando golpearon la puerta de entrada. Una pequeña parte de él quiso creer que era la prostituta, que finalmente se había quedado convencida que transitar las calles aquella noche era un suicidio. Pero bien sabía que no era así. Los golpes, enérgicos e insistentes, no anunciaban nada bueno. Se acercó, sigiloso, hasta ella, cuando los porrazos lo detuvieron en seco. Tan fuertes eran que parecía que iban a sacar la puerta de sus goznes.
—No abras.
La voz, detrás de él, le hizo dar un respingo estúpido. Allí se encontró a la mujer, empapada en sudor, con el pelo apelmazado pegado a su rostro. Darío no daba crédito y sólo pudo balbucear antes de preguntarle que de dónde demonios había salido.
—He estado aquí todo el tiempo.¬— Contestó ella. La voz le temblaba y no dejaba de mirar de un lado a otro, finalmente lanzó un grito cuando volvieron a aporrear la puerta.
—Van a entrar. —Susurró Darío a lo que la chica asintió haciendo un leve movimiento de cabeza.
El hombre la agarró de un brazo y la arrastró hasta la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Ahora mismo me vas a contar donde te habías metido. —Dijo el hombre mientras la chica se dirigía hasta la ventana.
—Las calles se han llenado de cadáveres y son devorados por ellos, arrastrándose sobre sus cuerpos.— Contestó ella, con la mirada perdida.
—Has estado fuera.
—¡No! —Gritó la chica mientras giraba la vista hacia la cama. Darío hizo lo mismo y vio el reflejo de dos cuerpos entregados al sexo con inmoralidad descontrolada. El destello desapareció cuando escuchó abrirse la puerta de entrada. El corazón se le agarrotó en el pecho y por unos segundos dejó de respirar mientras percibía, atento, los pasos que se dirigían a la habitación y se detenían al otro lado.
Darío lo oyó respirar. Paciente en su milenaria espera lo notó en su piel, atravesando los poros, lo encontró detrás de sus ojos, dirigiendo su mirada, lo vio hambriento tras siglos de encierro, caminó con sus garras sobre los cuerpos inertes en las aceras, cubriendo el asfalto, con su boca desgarró la carne y tiñó su saliva de carmesí, en desespero cierto y la caída a media luna de una noche ennegrecida. El lamento enjuto en pos de la línea azul entredicha. En un lado, la viscosidad de los carroñeros royendo los restos mortales, en el otro, el reverso de una vida del revés con manos acariciando su torso, sobre su sexo, en el interior de su cuerpo, a través de su ano.
Lo oía respirar mientras la chica reía por lo bajo cuando escuchó decirle que la quería ver a veinte uñas. Y ya puedes reírte lo que quieras porque mando yo y esta es mi noche, furcia. Lo escuchó inhalar mientras penetraba con furia, mucho antes de que las calles se convirtieran en un festín para seres milenarios.
Porque él es el primero. Eres el que inicia la enajenada carrera de aquellos.
Sonríe, llora, porque esta es una mala noche para perder la virginidad.
Con las manos agarrando las caderas de la chica curvó el cuerpo y le arrancó un buen pedazo de carne del costado que masticó con fruición mientras con los dedos le desgarraba la garganta y le arrancaba la tráquea del cuello. Lo oía respirar aferrado a su cerebro como alimaña cruel entretanto comía el cuerpo de la desdichada dejando sólo huesos esparcidos sobre la cama. Y él se revolcaba en ellos lamiéndolos con éxtasis ajeno a las larvas que invadían inexorables su hogar.
Respiraba paciente mientras no quedaba ningún lugar más donde ir. Invadían incansables cada habitación de su casa, lentos, pero obstinados. Arrastrándose por las paredes, viscosos en el suelo, subiéndose a su cama, reptando por la almohada. Los gusanos, quedándose con su morada. Anillados, transparentes, con patas, sin, devoran todo a su paso, la tela, la pintura, los azulejos, con hambre infinita, voraces en su carrera hacia su carne, su sangre, sus órganos, introduciéndose en su pene, saliendo de la cuenca de sus ojos, las orugas que acompañan a los que esperaron tanto tiempo.

A que las calles gritaran.

19 abril 2010

Cenizas





Está en tus poros, está en la sangre, en tus palabras, hasta donde me llega la mirada, por todas partes, cae la ceniza. Traidora, sin dar un halo de esperanza, un resquicio a la vida, se acumula en la espesura, ennegrece las palabras, ordena el silencio.
Cae la ceniza.
Que nos envuelve.

1.
Ya todo estaba más calmado, pero la palabra exacta era resignación. Pocas horas antes reinaba la histeria y el llanto, los rezos y la incredulidad, pero el agotamiento y la certeza de lo que llegaba pesó como una losa y ahora sólo cabía esperar.
Ninguno de los pasajeros se percató antes de tan sutil que fue la llegada de la amenaza, unas pocas esquirlas negras hasta la inmensidad de la nube, la zozobra sólo llegó pocos minutos después del retraso del aterrizaje, las luces para reclamar la presencia de los asistentes de vuelo se encendían por doquier. ¿Que ocurría que afuera, en las ventanillas, todo era negro? Inútil llamada a la calma y yo consigo comunicarme con mi mujer a través del móvil.
"Todo es ceniza." Me dice. "No cesa de caer, imposibilita las salidas, dificulta la respiración, entra a través de los resquicios de las ventanas, de las puertas, se cuela en los oídos, la nariz, los ojos. Es la noche en el día."La ceniza.
Que interfería la señal también. Ruido estático, los copos se entrometen entre los dos.
"Te quiero." Alcanzo a oír. Y me niego a contestar. Suena a despedida definitiva y me rebelo para que no sea así. Ella sigue hablando. "¿Por qué no estas a mi lado? ¿A mi lado para morir?"Quiero decírselo todo, pero ya no hay señal.
El piloto nos habla. Algo ha ocurrido, dice. Su voz entrecortada, había estado llorando antes. No hay comunicación con ningún aeropuerto, no hay respuesta de ninguna autoridad y la nube de ceniza parece no tener fin. Sólo quedaba volar hasta agotar el combustible. Y después.
Caer.
Vete tú a saber dónde.

2.
Envidio a los dos amantes sentados delante de mí, abrazados secándose las lágrimas el uno al otro. Al padre, a la madre y al hijo tres filas más atrás jugando con el niño para que se evadiera de la locura, a veces se miran entre los dos adultos por encima de la cabeza de la criatura, la mujer se muerde los labios mientras se le humedecen los ojos y el marido le acaricia el cabello antes de preguntar al hijo a qué quiere jugar ahora. Envidio a la ceniza, libre y poderosa, dueña del destino y dichosa de su fuerza, yo ahora sólo soy un despojo que se abrocha el cinturón. La persona que se sienta a mi lado extiende la mano y me lo desabrocha. "Asegúrate de que mueres lo más rápido posible." Me dice. Lo miro con rostro desencajado.
Se mete en tus ojos y en tus oídos, en tu boca, en los poros de tu piel y se introduce en tus venas.
"Y ella... ¿habrá muerto ya?" Le pregunto. Y su piel es gris porque los motores dejaron de sonar.
La puerta de la cabina de los pilotos se abre y sale uno de ellos para abrazarse con la chica que se sentaba frente a ellos. No sé si es ella la que grita primero, pero es ensordecedor. O es la pareja con su hijo o soy yo mismo que no puedo parar de hacerlo hasta que se me desgarre la garganta.
Miro hacia la ventanilla, la ceniza, triunfante, vuela rauda en el exterior.
Nosotros caemos.

30 octubre 2009

Malparaíso




Malparaíso, el inmenso valle maldito de la Llanuras Arcaicas, despidió a la Tres Lunas que fueron engullidas por el inmenso sol, como si de una ballena milenaria se tratara. El sonido de los insectos nocturnos desapareció con ellas, cobijándose en sus respectivas guaridas, hechas de lodo y miedo. Las plantas saludaron al rocío y los depredadores comenzaron la cacería, ajenos totalmente a los que dormían dentro de la choza guarecida bajo el más inmenso árbol que ningún gurú pudo haber visto en sus sueños.

Los durmientes, un hombre y una mujer adultos acompañados de una hermosa niña, retozaron bajo las pieles de mamut blanco, hasta que la mañana despertó primero a Helena, que, irguiéndose, estiró los brazos, desperezándose en silencio para no despertar a sus compañeros de viaje. Se levantó, sigilosa, y salió de la cabaña con un cuenco de barro para recoger el agua que brotaba del manantial, donde por la noche habitaban los fuegos fatuos.

Helena.

Helena Encadenada era su nombre. Encadenada a unos recuerdos, a unos deseos, encadenada a una vida que marchaba hacia atrás irremisiblemente, una vida donde los más débiles pasarían de ser hombres a niños, de niños a fetos y éstos a convertirse en moléculas... y luego nada. ¿No era esto lo que le estaba ocurriendo a la pequeña Emeralda? La dulce niña que yacía en la choza junto a Calévala, el hombre que las guiaba por las Llanuras Arcaicas. Emeralda se consumía cada día que pasaba, ¿y no estaba empezando a sucederle a Calévala y a ella misma? La civilización se ha derruido y los bosques vuelven a brotar, hacía ya unos días que vieron volar a un dragón. ¿Cuántos decenios pasaron desde que se vio el último de los dragones?

En el manantial, Helena bebió de su rostro inundado, su cabello largo y oscuro mojaron las puntas en ella, cerrando sus siempre sorprendidos ojos, mojando la diminuta nariz y absorbiendo con gruesos labios de deseo. El agua... la última vez que vio el mar las olas iban hacia el horizonte, no a la orilla, sino de forma inversa, escapando de ella.
Recogió el agua y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó al claro donde se hallaba la choza descubrió a Calévala en pie, al verla se lanzó sobre ella, cogiéndola con sus rudas manos por los brazos.
-¿Dónde demonios te habías metido? - preguntó, sobresaltado, mirándola con desesperación a los ojos.
Helena sonrió y echó una mirada al cazo con agua, el hombre hizo lo mismo y al comprobar la razón de su marcha se disculpó, soltándola y dándole la espalda, simulando, una vez más, la frialdad que quería que todos vieran en él.
-No tienes que disculparte, me siento halagada al saber que te preocupas por mí.
-Lo hago por Emeralda.
Helena quiso reprocharle algo pero se contuvo, llevando el cazo a un rincón de la tienda, depositándolo en el suelo. No era nuevo que Calévala ocultara sus sentimientos, sobre todo desde que hicieron el amor por primera vez, allá, en las Tierras Desoladas, semanas después de conocerse, pero Helena tenía la impresión de que el guerrero quería transmitirle el absurdo mensaje de que si copulaba con ella era simplemente para cumplir el deber de todo hombre cuando pasa tanto tiempo junto a una mujer. Helena no lo creía así, aunque podía llegar a comprender a su compañero de viaje, ya que el código de honor de todo Guerrero Ancestral prohibía que éste llegara algún día a enamorarse.
-¿Quieres encender el fuego? - preguntó la chica cuando todavía no había descubierto que ya lo estaba haciendo. Contempló la figura y los impresionantes músculos que el hombre poseía. Era una persona inmensa de larga cabellera y facciones duras e intransigentes, pero aún así era capaz de moverse de manera grácil, dulce y pausada. Helena sintió deseos, pero pronto los apartó de sí para entrar en la choza, quería comprobar si la suave niña de ojos verdes ya había despertado.
-Emeralda...-la llamó - cariño, despierta...
La niña inundó a Helena con su mirada profunda e hiriente y luego saltó a abrazarla. La mujer sintió una tremenda punzada de dolor en sus vísceras, Emeralda estaba destinada a desaparecer, como todos ellos, si antes no encontraban el Bosque de los Elfos Errantes, donde el tiempo era inmaterial, aunque los elfos se hubieran convertido en seres violentos, descarnados y sanguinarios, como las noticias anunciaban. Ellos tres llevaban ya muchos meses en la búsqueda de su tierra, en busca de respuestas, respuestas que podrían hallarlas donde vivía el Mago, en el corazón del Bosque, que los Elfos Errantes nunca podrían traspasar.
-¿Hemos de marcharnos ya? - preguntó la niña con la dulce voz que encantaba los oídos de quienes la escuchaban.
-En cuánto hallamos repuesto energías, Calévala ya está encendiendo el fuego.
Emeralda dibujó una mueca de resignación y se puso en pie. Helena estaba a punto de salir de la tienda cuando la pequeña la detuvo.
-¿Voy a desaparecer, verdad?
Helena la miró, quiso transmitirle serenidad, pero tan sólo pudo mirarla. Su voz se quebró y no había forma de que saliera.
-Y vosotros también - continuó la niña - tú y Calévala. Cada día os veo más jóvenes.
-Emeralda...
-No importa Helena, no hace falta que digas nada, brilla la evidencia.
Al decir esto pasó por debajo de su cuerpo y salió al exterior, fuera se pudo escuchar el saludo del guerrero mientras Helena permanecía dentro enterrando su rostro en las manos, recordando el día, tanto tiempo atrás, en que encontró a Emeralda. Por entonces era una preciosa adolescente, ¿y ahora? Ahora todo aquello había desaparecido, y las olas huían de la orilla del mar. Aspiró una gran bocanada de aire y la contuvo, relajándose. Cuándo creyó que ya lo había conseguido salió de la choza. Allí estaba Emeralda, sentada frente al fuego, juntas las rodillas contra el pecho, parecía ensimismada, contemplando los destellos de las llamas alzarse y caracolear las unas con las otras, mientras, Calévala vertía en el cazo las hierbas alimenticias que siempre llevaba encima.
Sí, no podía desecharlo de su cabeza, cuando se conocieron, Emeralda era una bella adolescente, ahora no aparentaba más de diez años. Helena se sentó junto a la niña y le acarició el pelo mientras miraba el bosque, contemplando el fuerte verde de los árboles milenarios. Las hojas susurraban frotándose las unas contra las otras, y a veces se oían gritos, de algún animal cazando a un ser más débil.
-¿Hacia dónde nos dirigimos? - preguntó Helena a la figura del hombre acuclillado en el suelo, preparando el brebaje. Calévala miró al cielo y no dijo nada. Tan sólo habló Emeralda.
-¿Por qué no lo dejamos? Creo que deberíamos aceptar nuestro destino, yo... yo cada vez me siento más débil y noto cómo mi cerebro mengua, creo que pronto no podré razonar, aunque ahora lo haga de forma coherente, como corresponde a mi edad. A mi edad real.
La niña lanzó una rama al fuego, ésta crepitó dentro de él. Helena, mientras tanto, se levantó, frustrada, y se alejó un poco de ellos.
-¿Hemos de desfallecer ahora? Llevamos meses buscando.
-Exacto - dijo Emeralda.-Demasiado tiempo, creo yo.
-Calévala. ¡Habla! Cuánto camino nos queda, o tú también desistes.
-Ni siquiera sabemos si existe el Bosque de los Elfos Errantes - dijo el Guerrero Ancestral.
-¡No puedo creer lo que estoy oyendo! - se desesperó Helena - ¡Eres un Guerrero Ancestral! Un mercenario sin reino al que servir y que se aliaba con los que más pagaban, seguro que has recorrido el mundo entero en todos sus planos dimensionales.
Calévala se irguió y fue hasta la chica, encarándose a ella.
-Me alié con los piratas del Mar Oscuro para conquistar las Tierras Impías, estuve con los elfos de los bosques de Mitágoras, con los hombres del rey Astracan y con los enanos de las Montañas Duras. Efectivamente, he recorrido el mundo entero y nunca he visto ningún bosque de los Elfos Errantes.
-¡Pero existe!
-Cada vez estoy menos seguro.
Helena alzó un brazo para golpear al hombre pero éste la detuvo, la agarró con una mano y con la otra le rodeó el cuello, la chica comenzó a emitir sonidos guturales ante la expresión de ira contenida del guerrero.
-De acuerdo. ¿Por qué no os matáis entre vosotros? - dijo la niña detrás de ellos. Y ante esto Calévala se relajó, soltando a Helena, que se lanzó a correr al encuentro de Emeralda, bajando al suelo y abrazándola.
-Si quieres marcharte vete, yo nunca te pedí que nos acompañaras - le gritó Helena al guerrero.
-Y te enfrentaras a los orcos a salivazos, cuando los encuentres.
La chica lanzó un grito de rabia y Emeralda se zafó de ella, metiéndose en la tienda de nuevo.
-A veces creo que tu único propósito en éste viaje es acostarte conmigo.
Calévala guardó silencio.
-¿Ni tan siquiera lo desmientes?
-Será mejor que bebas tu ración, a ver si te tranquilizas.
-Sólo quiero que le des esperanzas a ella.
-Tú y yo también retrocedemos.
-Pero de forma más lenta.
Un bramido rompió el cielo y el sol se oscureció por momentos. Un dragón majestuoso, de escamas de oro negro, desplegaba sus alas imponentes rasgando el aire, blandiendo su cola de punta mortífera y clamando a los dioses su existencia. Helena y Calévala se miraron.
-Ya no quedaban dragones - anunció ella con voz melancólica, mirando al guerrero, buscando un camino, una ilusión que cada vez más parecía sumirse en una gruta de podredumbre hambrienta.
El hombre se agachó y bebió del cazo su contenido. Mirando al infinito dijo:
-Acaba de formarse otro mundo, y para que éste avance, para que su historia prosiga, nosotros debemos retroceder, al igual que otro mundo paralelo tuvo que consumirse para que nosotros continuáramos procreando, al menos esto era lo que los antiguos libros de los magos que regían el destino anunciaban. Los leí donde nací, no me preguntes cuando fue, en el lago Milaguas. Nunca creí en nada, por entonces ya se estaba forjando un Guerrero Ancestral. Quien sabe si los Elfos Errantes son tan sólo elfos que han retrocedido en su evolución a su estado más primitivo, y, aunque sienta profundamente decirte esto, creo que nada puede salvarnos ya.
Helena agachó la cabeza e imaginó las olas lanzarse al horizonte, las aves convertirse en huevos, los árboles en semillas y el agua en hielo.
-¿Qué nos queda? - preguntó Helena mientras Calévala le daba la espalda.
-¿Qué nos queda? - insistió alzando la voz, turbando los árboles.
-¿Qué nos queda? - de nuevo, dirigiendo su lamento a los dioses que regían el destino.
Y Calévala no pudo contestar. Sólo lloraba.



La noche se hizo otra vez en Malparaíso y ahora las Tres Lunas eran las guías de los dragones que surcaban el universo en busca de su especie renacida. En la choza aún habitaban los tres seres desesperados, durmiendo, a excepción de Emeralda que, tumbada de costado, intentaba intuir su mano de entre la oscuridad, su pequeña mano. Su consumición se aceleraba y cada vez se hacía más niña, aunque su cerebro parecía ofrecer mayor resistencia, y aquello era lo más duro, si al menos fuese también ingenua... Había veces, como aquella, que se lamentaba de no haber podido saborear los placeres que su cuerpo estaba a punto de ofrecerle, cuándo todo volvió para atrás. Incluso ahora, en ocasiones, sentía deseos carnales, sobre todo hacia Calévala, pero su mente estaba atrapada en un cuerpo de una niña de diez años. Y ya estaba cansada de buscar. Quería permanecer allí, esperando a que todo acabara, y no creía que tardase mucho en llegar ese final. Por favor que no tarde...
Sus vacilaciones se vieron rotas cuando Calévala se levantó y salió de la tienda, a buen seguro que creía que ella estaba durmiendo. Emeralda fue tras él, comprobando antes que Helena seguía profundamente abrazada a Morfeo. Cuando salió encontró al guerrero de pie, en medio del claro, contemplando las Tres Lunas, con una daga en la mano. La niña se acercó a la poderosa figura. Cuando el hombre notó su presencia, habló.
-¿Quieres ver a un Guerrero Ancestral llorar?
-Te he visto hacerlo muchas veces.
-Y no quiero seguir haciéndolo. Creo que me he vuelto débil.
-¿Qué quieres hacer?
-No puedo seguir aquí, no quiero ser como... como
-¿Cómo yo?
-Me he estado engañando a mí mismo creyendo que hallaríamos el Bosque de los Elfos Errantes. Y si existiera ¡Qué! Allí todo sería igual. Lo siento Emeralda, lo siento por ti y por Helena, sé que soy egoísta, pero no puedo hacer otra cosa, aquí estáis bien, os encontráis a salvo, no hace falta que os mováis, que sigáis viajando, tan sólo tenéis que esperar. Yo, por mi parte, estoy derrotado, y siguiendo el juramento de un Guerrero Ancestral, no puedo permanecer arrodillado, lo siento.
Dicho esto posó la daga sobre su vientre, pero Emeralda se la apartó, le pidió que se arrodillara, que se pusiera a su altura. Con las manos le secó las lágrimas y le apartó el pelo de la cara, le acarició.
-Cuánto sufres...-le dijo. Y acercó sus labios a los de Calévala, besándolo, un beso largo, dulce, prolongado, y mientras lo hacía le cogió la daga, abriéndole los dedos de la mano con delicadeza, la empuñó y la clavó en el duro corazón del Guerrero Ancestral. Este no lanzó ninguna exclamación, continuó besando a Emeralda, aún cuando su boca se llenó de sangre, aún cuando llenó también la de la niña. Despacio, todo comenzó a perder consistencia para Calévala, todo se sumía en un suspiro, hasta que su espíritu se elevó, alzándose a lomos de un dragón dorado que lo llevaría más allá de la cara oculta del universo, donde habitaban sus antiguos compañeros.
El cuerpo del guerrero cayó al suelo en un golpe sordo y Emeralda escupió la sangre que tenía en la boca. Había hecho lo que él quería, aunque no sabía muy bien por qué, sintió como si el espíritu de Calévala le hubiera inducido a ello, pero aún así se sintió desolada y perdida y se lanzó al cuerpo del guerrero para llorarlo. Helena salió de la tienda, y perdiendo la serenidad fue a reunirse con ellos, arrancando la daga del corazón, como si haciendo esto lo reanimara, pero consiguiendo tan sólo que brotara una fuente de sangre. Apartó a la niña de él, que también estaba ensangrentada, la cogió en brazos, besándola y llorando, mientras Emeralda tan sólo contemplaba el cuerpo inerte, sintiendo envidia del guerrero abatido.
-Yo cuidaré de ti - le susurraba Helena, pero Emeralda sabía que ya nada podría hacerlo.


Recortándose en las dunas del desierto se dibujaban las figuras de una chiquilla de no más de quince años sosteniendo a un bebé sobre sus brazos. El bebé se llamaba Emeralda y hacía ya tiempo que murió deshidratada, pero la chiquilla, Helena Encadenada, no se resignaba a su muerte. Hacía ya muchas estaciones atrás que habían abandonado Malparaíso, dejando el cuerpo de Calévala donde murió. Allí crecería el futuro de la historia, dijo Helena a Emeralda, y puede que no le faltase razón, aunque ellas no lo vieran nunca; porque la figura recortándose en las dunas del Vasto Desierto cada vez se hacía más pequeña, y el bebé en sus brazos ya había desaparecido, y la figura que se recortaba en las dunas era una niñita, de cabello negro y ojos sorprendidos, que un día vio las olas del mar huir de la orilla, tanto tiempo atrás, cuando aún era mujer, aunque ya no recordaba nada, porque su pequeño cerebro había perdido la capacidad de la memoria.

30 septiembre 2009

Bucle



11:54 de la mañana.

Tengo las manos sobre el teclado. El dedo meñique de la izquierda está presionando la tecla “control” y el pulgar la “Alt”. El dedo índice de la derecha está sobre el “Suprimir”.

De nuevo.

11.55 de la mañana.

Mi mujer está viendo la televisión en el salón. Echo la silla del despacho hacia atrás y giro la cabeza, aguzando el oído. Esta situación sólo puede ser producto de otra pelea más.
Me levanto y voy hasta la cocina.

11.58 de la mañana.

Me sitúo detrás del sofá donde está sentada mi esposa. Desconozco lo que está viendo por el televisor. Le coloco una mano en la boca, presionándola fuerte y con la otra utilizo el enorme cuchillo que he cogido de la cocina para cortarle la carótida. La sangre a presión dibuja un bonito mosaico en la pared. Ella lucha, patalea, vuelca la mesita con los pies, pero yo la agarro con fuerza esperando a que su cuerpo quede seco.
El forcejeo cada vez es más débil, el tono de piel más blanco, las ojeras más pronunciadas.

12.01 del mediodía con cuarenta y ocho segundos.

En doce segundos todo habrá terminado.
Diez.
Ocho.
Tres, dos, uno.

11:54 de la mañana.

Tengo las manos sobre el teclado. El dedo meñique de la izquierda está presionando la tecla “control” y el pulgar la “Alt”. El dedo índice de la derecha está sobre el “Suprimir”.

Otra vez.

Levanto las manos del teclado. Limpias y tersas. Sonrío, incluso estoy aliviado. Poso mi vista sobre un pisapapeles con forma de mamut que me regalaron mis compañeros de trabajo hacía un par de años.

11.58 de la mañana.

Le golpeo la cabeza una vez dibujando un amplio arco con el brazo. Mi mujer cae sobre el sofá, sin conocimiento, miro el pisapapeles de mármol y veo que se han quedado pegados unos mechones del pelo. Su pecho sigue subiendo y bajando por la respiración. Camino hasta estar frente a ella, me arrodillo en el suelo y cojo el mamut con ambas manos. Lo levanto por encima de mis hombros.
Y descargo.

12.01 del mediodía con cincuenta y siete segundos.

Cincuenta y ocho.
Cincuenta y nueve.



11:54 de la mañana.

Tengo las manos sobre el teclado.
Gracias a Dios.

11.58 de la mañana.

El hacha de cocina sobre su cabeza le divide el cráneo en dos pero se ha encallado allí, necesito de toda mi fuerza para liberarlo, cuando lo consigo, le trincho el cuello y no voy a parar hasta que la testa se separe del cuerpo.

12.01 del mediodía con cincuenta y nueve segundos.

11:54 de la mañana.

Las manos sobre el teclado. Tengo una prominente erección que hace que me sienta incómodo. Sopeso la idea de masturbarme pero recuerdo el recipiente que tengo en el garaje.

11.59 de la mañana.

Contemplo con creciente curiosidad como se deshace el rostro de mi esposa gracias al efecto poderoso del ácido. Los ojos le han resbalado por las mejillas y comienzo a vislumbrar el hueso nasal. Me hubiese gustado ver la calavera limpia de carne, pero creo que no me va a dar tiempo.

12.01.58
12.01.59



11.54 de la mañana.

El teclado. Mis manos. Tengo el corazón desbocado y el vello de mi cuerpo está de punta. Las ideas se atropellan en mi cabeza, las múltiples posibilidades iluminan el camino a seguir. No creo ser merecedor de la bendición dada. He de apresurarme.
Voy a por el taladro.

12.00 del mediodía.

Esta vez en estos dos últimos minutos comeré algo, bien tendré que alimentarme ¿no? Le doy un bocado a su hígado.

11:54 de la mañana.

La providencia está conmigo. Sigo limpio. Me levanto de la silla y comienzo a quitarme la ropa.

11.59 de la mañana.

Me coloco sus intestinos a modo de bufanda, rodeándome el cuello. He cubierto mi cuerpo desnudo con su sangre. Ella está tumbada en el sofá abierta en canal con los ojos vidriosos todavía abiertos y esa mueca horrible de pánico en sus labios. Un extremo de las vísceras rozan mi pene, excitándome y aspiro profundo el olor que se desprende de ellos.

12.01 del mediodía.

Así estaré hasta que vuelva a estar frente al teclado. Con los ojos cerrados y el miembro erecto.

12.01 del mediodía y cuarenta y siete segundos.

12.01.54
12.01.58
12.01.59

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí. He asesinado a mi esposa. Con unas tijeras he cortado desde la pelvis hasta el cuello, me he cubierto el cuerpo con su sangre y me he confeccionado un foulard con sus intestinos.
Y sigo aquí.
El cadáver parpadea y se lanza con los dientes por delante hacia mi cuello. El primer mordisco me rasga la tráquea.

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí. Mi mujer despierta de su muerte y en un instante desgarra con sus manos mi pene, tirándome al suelo, abriéndome el estómago con sus uñas.

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí. Me ahoga con sus propios intestinos.

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí, siempre sigo aquí.

 

Mi carne en este Maldito Fuego © 2010