09 junio 2009

Pequeño





Escucha pequeño, escúchame bien, no hace falta que sigas llorando, nada te va a pasar, nada que tu no quieras, es posible que el canto de los pájaros al amanecer te haya llenado la cabeza de temor e incertidumbre, pero no hay nada de lo que preocuparse, ya estoy aquí. Anda pequeño, aléjate de los barrotes, échate hacia atrás. Muy bien, mira lo que te he traído, es comida, ¿recuerdas la comida? Mmmm, que rica que estaba. Toma, come, come, sí, así. No quiero que te tortures pensando en qué es lo que has hecho para estar en esta situación. Tú no has obrado mal, nunca. Siempre estamos hablando de lo mismo. Simplemente ha pasado y ya está. Te estabas adaptando muy bien ¿a qué viene todo esto ahora? Creo que necesitas estirar las piernas. Mira, mira este hombre. Quiere matarte, tiene la sangre fría, la que le corre por las venas. Sólo piensa en ti y sueña contigo. Malicia tiene en el entrecejo, cree que tu carne sólo sirve para cortar. Eso me duele y no le va bien a mi pobre corazón. ¿Qué no lo oyes latir? Escucha pum-pum, pum-pum.

Y tanto que lo oía, detrás de la piel cuarterada y atrapado en una jaula de huesos, el músculo parecía lo único joven y vigoroso de aquel ser.

Ese hombre de la sangre fría quiere que se detenga, oh, mi débil corazón y si eso ocurre, ¿qué va a ser de ti? ¿Qué vas a hacer? Dime pequeño, ¿qué quieres hacer?

Lo que hizo fue acercarse hasta los barrotes y lamerlos.



Le he pegado un tiro. Le he dado en el hombro, quizá un poco más abajo, le he reventado la axila y parece que tenga el brazo colgando. A mí me ha sorprendido más su rostro que a él el que yo le disparara. Su expresión era de incredulidad. Yo me esperaba algo así cómo una mezcla de dolor y frustración por haberlo cazado, porque estoy seguro de que él me quería cazar antes a mí, o eso al menos me dijeron. Pero no. Simplemente incredulidad. Sólo esa expresión mientras apoya una rodilla en el suelo. Vuelvo a apretar el gatillo y le meto otra bala en el cuerpo. Ésta vez cae de espaldas y comienza a convulsionarse. Todavía no ha muerto, así que me acerco a él sacándome la navaja del bolsillo. Mientras le corto el cuello masculla algo, pero no le puedo entender porque se le llena la boca de sangre. Le rajo la garganta de forma transversal, un gran boquete, le dibujo una boca sangrante. Me salpica en la mano y me echo hacia atrás asustado, soltando la navaja. Tiene la sangre caliente. Intento acercarme a él, pero en un último alarido, murió. Maldición. Creo que me he equivocado. Suelto el arma blanca y la de fuego, las tiro al suelo y corro por el pasillo, alejándome del cuerpo, al final está Él, cómo siempre, me tiro de rodillas, jadeando, y alzo la cabeza, mis ojos sobre sus ojos.
-¿Qué te ocurre pequeño? ¿Te has asustado?
-Me has mentido.-Le digo, quiero alzar la voz, sólo un poco más, me quiero imponer.
-¿Yo?-Me contesta, con suficiencia.
-Tiene la sangre caliente.
-¿No le has visto la cara?
Miro hacia atrás, el cuerpo está demasiado alejado. Intento recordar. Le pego un tiro, la bala da en su axila, perlas encarnadas adornan de lado a lado la pared, me distraigo con el brazo bamboleante, veo su rostro de sorpresa. Veo su rostro, pero no le miro la cara. Bajo la cabeza, con frustración.
-Pequeño.-Me dice.-Aquel hombre te vio nacer y fue el primero en acogerte en brazos, justo antes de que yo lo hiciera, él era el único que todavía te buscaba, después de tantos años, iluso, viejo perdedor. ¿Y que planes creías que tenía para ti? Nada bueno, conmigo estás a salvo, lo has arreglado todo. ¿Oyes ahora mi corazón que vigoroso late? Atento. Pum-pum, pum-pum.
Y bien que lo oigo, si señor, pero la rabia me puede, aprieto los puños y las uñas hacen el resto, carmesí en las palmas de mis manos.
-¡Voy a escapar de ti!-Le digo.
-¿Si? ¿Y cómo lo vas a hacer? El arma todavía tiene el cañón caliente pero está demasiado lejos, y la hoja de la navaja sólo se rompería entre mis huesos. ¿Qué quieres hacer? ¿Acaso tú eres algo sin mí?
Entre latido y latido doy un salto y me dirijo hacia sus ojos. Él me dice:
-Veo que tienes agallas, si señor, veo que las tienes, pequeño.




Tres días y ésta es la cuarta noche que te ocultas aquí. Una vieja fábrica
destartalada te sirve de cobijo y te aleja de un mundo demasiado vasto para tu insignificancia. Calderas roídas por el óxido se mezcla con maquinaria muda en un conjunto espectral, parte del techo se derrumbó en el suelo y ves el cielo por primera vez en mucho tiempo. Te parece tan extraño que sientes una fuerte presión en tu pecho, no sabes cuál es tu papel en medio de tanta inmensidad, no alcanzas a comprender porqué te hicieron nacer, ni siquiera sabes porque puedes pensar. En la fábrica al principio recorriste salas y metros, dichoso de tu libertad, parecías un animal con afán investigador, pero te perdías muy a menudo y no sabías volver al punto de inicio. Aquel era un universo igual que el que admirabas en el cielo, los objetos extraños te turban, no entiendes las respuestas a muchas preguntas que te haces, el suelo está frío cuándo te acurrucas sobre él y te recoges en posición fetal, creerías haberte vuelto loco si conocieras el significado de esa palabra, cierras los ojos y aprietas los dientes, intentas mirar dentro de ti, tus vísceras te saludan y luego hay un vacío, un hueco en el que sólo vislumbras una cadena, tu mente da un vuelco y es sesgada por una navaja de hoja plateada, de lado a lado, metes las narices hacia un agujero que se ha abierto en tu cerebro, lo observas, hay un ser agazapado de uñas afiladas que te dice hola y luego le da un mordisco a la masa encefálica, así que eras tú, eres tú quien dirige mis pensamientos. Vuelves a abrir los ojos y el suelo sigue frío, tu cuerpo no lo ha calentado. No quieres mirar nada más, te levantas, corres.
Pero ahora estas en una habitación dónde hay una jaula, aquí también tienen una, y sin entrar en ella, te quedas cerca. Bebes agua de un charco que hay entre las baldosas, pero no encuentras comida ni sabes dónde buscarla. Esta es la peor de las noches, entre el correteo de las ratas, has oído un latido. Saliste de la habitación y te acercaste hasta una ventana, en el exterior has visto una sombra que se escapaba tras una esquina, volviste corriendo a la sala de la jaula, lames un barrote, eso te tranquiliza. Los latidos siguen ahí pero son muy espaciados, estás sentado en el suelo, delante de la gayola, vuelves la cabeza y la miras, después echas la vista enfrente otra vez, más allá ves que alguien está escondido detrás de una de las máquinas, uno de sus pies quedan a tu vista, ahora las palpitaciones eran más continuadas y fuertes. A pocos centímetros un escarabajo se detiene ante tu figura, ves que su abdomen se hincha y deshincha al ritmo acompasado de los latidos, vas arrastrándote hacia atrás hasta que tu espalda va a parar a los hierros de la prisión, el insecto se dirige hacia ti, latiendo el corazón, moviendo sus antenas, tanteando el firme, hasta que un fuerte pisotón acabó con su vida
-¿Ves, pequeño, cómo siempre estoy yo aquí para salvarte?



Lo tengo delante de mí, de pie, poderoso y majestuoso, y no logro a comprender que será de mi futuro. Lo miro de soslayo, mis pupilas se dilatan, no hace nada, se queda allí, me mira, respira, late.
-¿Por qué me odias tanto?-Me dice.
-Eres lo peor que me ha pasado en la vida.-Alcanzo a decirle en un hilo de voz.
-No, pequeño, soy lo único que te ha pasado en la vida, y creía que estarías agradecido por eso.
Agacho la cabeza, de una forma extraña me siento culpable, el miedo y la culpabilidad iniciaron una lucha dónde no ganó nadie, sino que hizo nacer un nuevo sentimiento, mucho peor que los anteriores, considerablemente más doloroso.
-¿Y que vas a hacer conmigo ahora? ¿Me vas a castigar?-Le pregunto.
-¿Castigarte pequeño? No podría, ahora han cambiado las cosas. Escucha pequeño, una vez me enamoré de una persona, y en una ocasión estaba tumbada con su cabeza en mi regazo, y sin que yo me pudiese dar cuenta, murió allí, tranquila, sosegada, no lo supe hasta que intenté despertarla y no pude.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Que tú la sustituiste a ella y ahora hay otro en tu lugar.
Se acerca a mí, yo intento tirar más atrás pero los barrotes me lo impiden, noto mis mejillas calientes, creo que he empezado a llorar, extiende una mano hacia mi boca.
-Tienes hambre. ¿Verdad pequeño?- Me dice, y yo asiento con la cabeza.
Apoya la carne de su mano contra mis dientes y yo los abro, le doy un mordisco y aprieto con fuerza hasta arrancarle un pedazo, oigo cómo lanza un suspiro cuándo la sal de mis lágrimas entra en contacto con su sangre, Él aleja su mano de mí mientras yo mastico.
-Ahora he de irme pequeño.-Me dice mientras se resguarda la herida con su otra palma.-No nos volveremos a ver.
Y se alejaron de allí. Sus huesos y su latido. Yo mientras me quedé masticando, vacío y masticando.

Te has quedado dormido y con el amanecer has despertado. No sabes cómo pero estás dentro de la jaula y la puerta está cerrada, al otro lado de ella hay un niño observándote, no tendrá más de diez años, y le preguntas quien es y qué hace ahí.
-Es aquí dónde vengo cuándo me escapo de casa.-Te contesta.
Hueles el aire de la mañana, penetra en tus poros y corrompe tus órganos. Tienes hambre, mucha hambre.
-¿Puedes traerme algo de comer?-Le dices.
El niño te mira y sonríe, pero sin rastro de inocencia.
-Lo haré.-Te dice.-Pero cuando yo quiera.

05 junio 2009

No Persona




El Hombre deambulaba sobre la arena del desierto sin un rumbo fijo. Descalzo y ataviado en un traje gris se pasaba la mano por la calva y por su cara. Pero no tenía rostro. Aún así sus formas estaban definidas, la concavidad de sus ojos, el puente de la nariz, el grosor de sus labios, pero todo era una única piel tersa y estirada cual tambor. No veía ni podía hablar, pero respiraba y oía a la par por sus poros. Su única guía era el sonido, pero en el desierto ni siquiera eso, porque entre los granos de arena sólo había concavidades de silencio. Pero éste pronto se rompió. En la lejanía pareció escuchar el rumor de unas aguas, se dirigió hasta allí con paso firme y llegó hasta lo que parecía un río, pero en él no corría el líquido, sino letras, revoloteando entre ellas, jugando a desmarañar su significado inconexo. El Hombre se arrodilló en la orilla y pasó una mano por encima, un grupo de ellas reaccionaron y se arremolinaron en torno a su brazo, empujándolo hacia abajo, obligándole a meter la cabeza dentro. Allí una A le abrazó el cráneo y una P se pegó a su rostro. Con un golpe de pánico se la arrancó y una boca le nació en la cara, que se la tapó con los dedos, horrorizado. Buscó las fuerzas que no tenía para sacar la testa del río y al lograrlo arqueó la espalda hacia atrás, e intentó articular alguna palabra con su lengua recién nacida.
Pero no tenía nada que decir.
En esas que a su mente preclara y virgen se le ocurrió una brillante idea, una frase entera que rebosaba toda ella genialidad, pero cuándo se dio cuenta de que alrededor no había nadie con quien poder utilizar su boca, bajó los brazos.
El Hombre nunca pudo verlo, pero en su cara había escritas dos palabras: no persona.
 

Mi carne en este Maldito Fuego © 2010