30 septiembre 2009

Bucle



11:54 de la mañana.

Tengo las manos sobre el teclado. El dedo meñique de la izquierda está presionando la tecla “control” y el pulgar la “Alt”. El dedo índice de la derecha está sobre el “Suprimir”.

De nuevo.

11.55 de la mañana.

Mi mujer está viendo la televisión en el salón. Echo la silla del despacho hacia atrás y giro la cabeza, aguzando el oído. Esta situación sólo puede ser producto de otra pelea más.
Me levanto y voy hasta la cocina.

11.58 de la mañana.

Me sitúo detrás del sofá donde está sentada mi esposa. Desconozco lo que está viendo por el televisor. Le coloco una mano en la boca, presionándola fuerte y con la otra utilizo el enorme cuchillo que he cogido de la cocina para cortarle la carótida. La sangre a presión dibuja un bonito mosaico en la pared. Ella lucha, patalea, vuelca la mesita con los pies, pero yo la agarro con fuerza esperando a que su cuerpo quede seco.
El forcejeo cada vez es más débil, el tono de piel más blanco, las ojeras más pronunciadas.

12.01 del mediodía con cuarenta y ocho segundos.

En doce segundos todo habrá terminado.
Diez.
Ocho.
Tres, dos, uno.

11:54 de la mañana.

Tengo las manos sobre el teclado. El dedo meñique de la izquierda está presionando la tecla “control” y el pulgar la “Alt”. El dedo índice de la derecha está sobre el “Suprimir”.

Otra vez.

Levanto las manos del teclado. Limpias y tersas. Sonrío, incluso estoy aliviado. Poso mi vista sobre un pisapapeles con forma de mamut que me regalaron mis compañeros de trabajo hacía un par de años.

11.58 de la mañana.

Le golpeo la cabeza una vez dibujando un amplio arco con el brazo. Mi mujer cae sobre el sofá, sin conocimiento, miro el pisapapeles de mármol y veo que se han quedado pegados unos mechones del pelo. Su pecho sigue subiendo y bajando por la respiración. Camino hasta estar frente a ella, me arrodillo en el suelo y cojo el mamut con ambas manos. Lo levanto por encima de mis hombros.
Y descargo.

12.01 del mediodía con cincuenta y siete segundos.

Cincuenta y ocho.
Cincuenta y nueve.



11:54 de la mañana.

Tengo las manos sobre el teclado.
Gracias a Dios.

11.58 de la mañana.

El hacha de cocina sobre su cabeza le divide el cráneo en dos pero se ha encallado allí, necesito de toda mi fuerza para liberarlo, cuando lo consigo, le trincho el cuello y no voy a parar hasta que la testa se separe del cuerpo.

12.01 del mediodía con cincuenta y nueve segundos.

11:54 de la mañana.

Las manos sobre el teclado. Tengo una prominente erección que hace que me sienta incómodo. Sopeso la idea de masturbarme pero recuerdo el recipiente que tengo en el garaje.

11.59 de la mañana.

Contemplo con creciente curiosidad como se deshace el rostro de mi esposa gracias al efecto poderoso del ácido. Los ojos le han resbalado por las mejillas y comienzo a vislumbrar el hueso nasal. Me hubiese gustado ver la calavera limpia de carne, pero creo que no me va a dar tiempo.

12.01.58
12.01.59



11.54 de la mañana.

El teclado. Mis manos. Tengo el corazón desbocado y el vello de mi cuerpo está de punta. Las ideas se atropellan en mi cabeza, las múltiples posibilidades iluminan el camino a seguir. No creo ser merecedor de la bendición dada. He de apresurarme.
Voy a por el taladro.

12.00 del mediodía.

Esta vez en estos dos últimos minutos comeré algo, bien tendré que alimentarme ¿no? Le doy un bocado a su hígado.

11:54 de la mañana.

La providencia está conmigo. Sigo limpio. Me levanto de la silla y comienzo a quitarme la ropa.

11.59 de la mañana.

Me coloco sus intestinos a modo de bufanda, rodeándome el cuello. He cubierto mi cuerpo desnudo con su sangre. Ella está tumbada en el sofá abierta en canal con los ojos vidriosos todavía abiertos y esa mueca horrible de pánico en sus labios. Un extremo de las vísceras rozan mi pene, excitándome y aspiro profundo el olor que se desprende de ellos.

12.01 del mediodía.

Así estaré hasta que vuelva a estar frente al teclado. Con los ojos cerrados y el miembro erecto.

12.01 del mediodía y cuarenta y siete segundos.

12.01.54
12.01.58
12.01.59

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí. He asesinado a mi esposa. Con unas tijeras he cortado desde la pelvis hasta el cuello, me he cubierto el cuerpo con su sangre y me he confeccionado un foulard con sus intestinos.
Y sigo aquí.
El cadáver parpadea y se lanza con los dientes por delante hacia mi cuello. El primer mordisco me rasga la tráquea.

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí. Mi mujer despierta de su muerte y en un instante desgarra con sus manos mi pene, tirándome al suelo, abriéndome el estómago con sus uñas.

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí. Me ahoga con sus propios intestinos.

12.02 del mediodía y tres segundos.

Sigo aquí, siempre sigo aquí.

08 septiembre 2009

Carne para mirar al sol



No me imaginaba encontrar una sala de espera tan concurrida. Montones de sujetos mediocres posaban sus carnes sobre el plástico de las sillas ensimismados entre la nada y las motas de polvo que festejaban su viaje iluminados por los rayos de sol que entraban de las ventanas. Resignado, me senté, y no pasó más de diez minutos cuando comencé a sentir el típico resquemor que te avisa para que la vejiga sea vaciada. Miro a un lado y a otro, intento localizar el lavabo. No tengo claro si he de ir, lo más probable es que me llamen mientras esté sujetándome el pene.
Decido aguantar.
Ojeo de forma furtiva el periódico que está leyendo el hombre sentado a mi lado. No consigo entretenerme. Hay que evacuar.
Me levanto raudo, cada segundo cuenta. Una vez posicionado delante del orinal empotrado en la pared no veo la hora de mostrar mi verga al blanco mundo de mármol. Noto la corriente entre mis dedos. Cierro los ojos, es un pequeño orgasmo.
Escucho mi nombre a través de los altavoces.
¡Lo sabía!
Intento apurar todo lo que puedo, meto el culo hacia dentro y aprieto con fuerza, el chorro pasa de ser una curvatura a una línea recta, me salpico incluso en las manos.
Vuelven a decir mi nombre.
Creo que he acabado. Me la meto en los calzoncillos, un último chorro tramposo se esparce en ellos. Me abrocho corriendo, me subo la cremallera, me pillo el vello con ella. Salgo. Que voy, ya voy.
Cruzo corriendo la sala, una chica está a punto de entrar, sustituyéndome, cogiéndola del hombro la echo hacia atrás. Me llama cabrón. Yo he ganado.
Me siento en la consulta.
Saludos fríos.
-¿Sabe a lo que viene aquí, verdad?-Me dice el doctor.
Claro que lo sé. Como no voy a saberlo si me empujan a ello.
Me dice que me ponga cómodo, me reclino hacia atrás. Una enfermera le pasa una jeringa llena de líquido con una aguja enorme, de unos quince centímetros y más gruesa de lo habitual. Me la clava entre ceja y ceja, justo al acabar el tabique nasal, en ese hueco que queda. Introduce el acero, centímetro a centímetro hasta llegar a los quince. Siento un ligero mareo, me duele toda la parte izquierda del cuerpo. Cuando aprieta la cánula noto que el líquido me inunda el sentido, tengo sensación de ahogo, pronto pasa, creo que estoy babeando, el aroma a orín de los calzoncillos sube hasta mis fosas. Claro que sabía a lo que venía, si no hablan de otra cosa.
Retiran la aguja.
-¿Y bien? ¿Dónde está?-Me pregunta el doctor.
No sé que quiere decirme, desconozco a que se refiere.
-¿Y la carne?-Insiste.-Debería haberla traído usted.
Oh, sí, la carne, creí que todo lo proporcionaban ellos. Craso error. Le digo que no se preocupe, que voy a por ella.
-No, no, no se mueva, tiene todo el cráneo desencajado. No importa, tengo reservas para casos así.
Se aleja de mí. Vuelve con un taladro y una broca de extremo redondo y dentado, de unos cinco centímetros de diámetro y diez de profundidad. Lo pone en marcha y se encara a mi frente, dos dedos por encima de donde me ha hecho la punzada. Aprieta con fuerza. Todo mi cuerpo tiembla ante el engendro mecánico, la broca comienza a comerse el hueso y a hundirse más en mi cabeza, llega a mi cerebro y arrasa con él, después el movimiento contrario y hacia fuera.
-Bonito agujero.-Dice el doctor. Extiende una mano hacia la enfermera.-La carne.-Le ordena.
Le acerca una chuleta que parece ser de buey. No presenta un muy buen estado, tiene algunas partes grisáceas. Hace un puñado con él, rellena el agujero que tengo en la cabeza con ella, lo empuja hacia dentro, parece que se resiste, mete los dedos, hurga, saca restos de huesos, sigue trabajando hasta que no se mueve de allí.
-Todo un éxito, creo.-Dice el doctor.-Ahora veamos si realmente ha funcionado.
Levanta una mano y me enseña tres dedos.
-¿Cuántos ves?-Me pregunta.
-Nosotros nueve.-Le contesto.
El doctor me sonríe, satisfecho, se lleva una mano a las gafas y se las quita, triunfante, acariciando una de las patillas en su descolgado moflete.
 

Mi carne en este Maldito Fuego © 2010